El Atlético se mete en cuartos con un fantástico tanto del francés en la prórroga y otro final de Riquelme. Partidazo de Bellingham en un duelo bronco y copero y graves errores de los porteros.
También hay derbis así, demasiados, con poco fútbol y mucha literatura. En este se apreció el efecto rebote tras aquellos ocho goles de la Supercopa. Cayó el espectáculo, cayó el ‘fair play’ y acabó cayendo el Madrid, que no fue ni mejor ni peor que el Atlético, pero se despistó más en su área. Fue, en definitiva, un partido cholista, trabado, de los que suelen irle bien a su equipo y volverse antipáticos para el Madrid y que acabó descosiéndose al final, con la fatiga compartida. También fue un mal día para los porteros, especialmente para Lunin, que vuelve a alimentar el debate, y para Vinicius, devorado por su personaje. En contra de los principios de la física, en partidos así su energía no solo se transforma, también se destruye. En el lado amable quedaron Bellingham, el único toque de distinción de un duelo copero en el más emotivo de los sentidos, y Griezmann, con un espléndido gol final que estuvo muy por encima del partido.
El derbi de modales exquisitos, que solo vio una tarjeta, a Brahim, en el minuto 120, por descamisarse de entusiasmo ante 25.000 templados saudíes, se quedó en Riad. Un espejismo en su terreno natural, el desierto. El Metropolitano trajo lo de siempre, un partido en su punto de sal, más cerrado, más nervioso, con el nivel de tensión propio de la Copa. Aquella juerga oriental es irrepetible. En cualquier caso, de aquel derbi de Arabia debieron salir confortados Simeone y Ancelotti, porque el argentino hizo solo un cambio, Witsel por el aquel día desafortunado Savic, y el italiano dos, Lunin por Kepa y Camavinga por Tchouameni, ese placer culpable del técnico con el que ha probado la terapia de la insistencia sin éxito. Ayer volvió a pinchar cuando salió.
Ese clima de máxima precaución solo lo rompía el proverbial atrevimiento de Samuel Lino, sin acompañamiento, y una extraordinaria genialidad de Bellingham en dos cuartas de césped: caño, amago, salida hacia afuera y remate a la escuadra tras toque en Giménez. Una jugada al margen de un partido cerradísimo, de poquísimas progresiones y vigilancia extrema. Un partido, en definitiva, en manos de los futbolistas, una vez que las pizarras andaban en empate.
De experiencias recientes el Atlético aprendió que dejarle espacio al vecino es abrirse en canal. Y el Madrid entendió que negar los centros laterales rojiblancos era evitarse una mala noche.
Goles inesperados
En cualquier caso, lo poco que sucedía quedaba registrado en los alrededores de Oblak, con las arrancadas de Bellingham y la permanente amenaza de Vinicius. El brasileño filtró un balón a Rodrygo que pudo acabar en autogol de Giménez. En su intento por salvar un remate soltó otro que pilló prevenidísimo a Oblak.
El Atlético se quedaba en el casi: un cabezazo inocentón de De Paul, varios intentos frustrados de Morata, poca participación de Griezmann, ideólogo de casi todo. No había prisa por solucionar aquello. Nunca parece haberla en estos derbis a todo o nada, llevados siempre al límite, al tribunal supremo de la prórroga.
En cierto modo, el Atlético había vuelto a sus orígenes, a fiarlo todo a los duelos, a su blindaje, después de un tiempo sobrado de artillería y huérfano de retaguardia, como si en el fútbol no pudiera tenerse todo al mismo tiempo. Y el Madrid lo aceptaba más con agrado que con resignación, como seguro de que el tiempo jugaba a su favor: lo que se guardaba en el banquillo para llevarse la eliminatoria en segunda instancia parecía superior.
Todo hasta que llegaron dos goles sin previo aviso. De Paul colgó un balón al corazón del área y Rüdiger metió fatalmente su coronilla para dejar a Lino frente a Lunin. El brasileño estuvo listo y el ucraniano poco espabilado. Peor aún estuvo Oblak al filo del descanso para entregarle el empate al Madrid. Modric botó una falta y el esloveno, estorbado por Saúl, metió erráticamente su puño en la dirección equivocada: hacia su propio marco. Un alivio para los blancos cuando Vinicius ya andaba metido en líos.
La fatiga y la emoción
Nada como los goles para cambiarle el paso al partido. O al menos al Madrid, que a vuelta de vestuarios, a las órdenes de Bellingham, subió un punto en atrevimiento. Oblak detuvo un remate sin ángulo de Rodrygo y un eslálom de Bellingham no encontró quien lo rematara. Y en ese clima adverso volvió a marcar el Atlético, producto de un error en cadena de medio Madrid. Un rebote en Camavinga metió un balón en el área blanca que era de Lunin. El ucraniano se lio con Rüdiger, manoteó de mala manera y dejó a Morata a puerta vacía a dos metros de la línea de gol. El regalo de Oblak al cuadrado. El derbi caminaba de error en error a favor del Atlético.
El revés afectó al Madrid un buen rato. Todo le parecía incómodo: la pelota, las faltas del Atlético, el birlibirloque de los recogepelotas. Y el equipo de Simeone estaba en su salsa: muchos parones, poca actividad, poco peligro ajeno salvo el segundo remate al palo del Madrid, en arrancada aislada de Rodrygo.
Ancelotti tiró de lo que le quedaba buscando un cambio de registro: Kroos, Tchouameni (que estuvo horrible), Brahim, Joselu… Y en un minuto cambió su suerte. Morata perdonó ante Lunin, Joselu remató a puerta vacía un centro magnífico de Bellingham y empató. Así que la cosa acabó en la prórroga infinita.
Y ahí llegó el golazo de Griezmann, que bordeó la línea de fondo perseguido por Vinicius para meter un trallazo por un ángulo imposible que clasificó al Atlético y dejó fuera de la Copa al campeón, que aún pudo volver a empatar (le anularon un gol a Ceballos por fuera de juego). Luego, con el Madrid desarmado, llegó la sentencia de Riquelme. El Atlético tenía su revancha y el Metropolitano, su fiesta.